La Ciudadela Sitiada por Alejandra Etcheverry
La ciudadela estaba sitiada.
¿Cuántos días? ¿Cuántos años?
Nadie lo sabía ya.
El principio se diluía en un recuerdo desdibujado de horrores y guerras, de muertes espesas devastadas en cuerpos mutilados por luchas atroces.
El silencio nocturno apuraba el olvido como bálsamo para el dolor.
Cada habitante llevaba una marca, un luto pintado en las fibras del alma, por algún familiar caído en aquel primer encuentro que ya nadie recordaba.
Desde entonces, las sombras de la quietud habían separado el afuera del adentro, marcado por la imponente muralla rocosa que los aislaba.
Los habitantes de la fortaleza no habían sufrido más ataques, pero los pocos que intentaron la hazaña de la huida, en búsqueda de refuerzos, jamás habían regresado.
Los víveres eran pocos. Los temores, muchos.
El odio crecía ante un enemigo que no se dejaba ver, pero que mataba poco a poco con su ausencia.
La ciudadela estaba sitiada.
Ya no era la luz estelar de un pueblo que florecía, era si, el asustado latir de sus habitantes que se apagaban.
Nadie se hablaba. Todos temían preguntar hasta cuándo, cuánto más resistirían, o cuándo llegaría la salvación desde ese afuera desconocido.
Esperar, esperar desesperadamente porque la ciudadela estaba sitiada.
Afuera, las sombras de la noche descansaban su sueño.
Un campo vacío de armas, de soldados y lleno de vida se descorría en silencioso manto, alrededor de la muralla que sitiaba a la ciudadela.
Nota Diario La Opinión de San Luis
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